jueves, 21 de enero de 2010

Ars scurrae Apuntes para una poética del bufón


Laura Silva Nones

Un dios perdona

un semidios no.

Rafael Cadenas. Mandelstam

A lo largo de toda la historia del mundo occidental, las diferentes sociedades han engendrado algunos seres que, malditos o sacralizados, han logrado penetrar, con las armas proporcionadas por las diferentes formas de exclusión-, hasta las mismas bases de la moral; y, desde allí, tratar de derrumbarlas, o, al menos, hacer tambalear toda la superestructura que sustentan: Los bufones.

Siguiendo la huella de esta suerte de payaso trágico, nos encontramos con la catarsis aristotélica, algunas veces revestida de modernidad, donde el artista es, alternativamente, verdugo o chivo expiatorio: Verdugo, al enfrentar a toda una hegemonía a sus secretos más ocultos; víctima sacrificial, cuando esa cultura, a manera de purificación, lo convierte en el medio propicio para liberar el alma del dolor[1]; y lo condena a la muerte ignominiosa sobre el ara sacrificial de sus prejuicios. Es, entonces, cuando el arte pasa a ser una pantomima sublime al borde de la tumba, que vela, sólo por un instante, los terrores del precipicio. [2]

Ya Platón, en sus Diálogos, había puesto en palabras de Sócrates la necesidad de “vigilar” a los poetas, previniendo, asimismo, la violencia que podría engendrar la representación de los llamados “vicios” de una sociedad. Vemos, entonces, los atisbos de lo que sería, en un futuro, la marginación del artista que “osa” contravenir la norma. El artista comienza, así, su propia historia, de marginación y censura.

Nuestro paseo por el tiempo nos sitúa, ahora, en el Imperio Romano, cuna de las sátiras. Tenemos, entonces, al latino, con su carácter socarrón, reflejando en la literatura de la época todos los vicios de una sociedad que acabaría por sucumbir ante sus propios excesos. César es desacralizado, ridiculizado y sometido al escarnio por autores como Apuleyo o Petronio. Y es este último quien nos deja una muestra del papel que tenía el bufón dentro del séquito imperial: Nada dijo Trimalción durante unos momentos, entretenido en mirar a Cresus, su deforme favorito[3] Y más adelante: El favorito , ágil como un mono, saltó sobre la espalda de su amo y se montó a horcajadas sobre sus hombros[4]. Posteriormente, en el Renacimiento, un pintor: Diego Velásquez, se encargaría de inmortalizar su figura dentro de las cortes reales, dedicando innumerables lienzos a estos seres, capaces de acumular tanto el poder y la elegancia V. G : “Don Sebastián de Morra” (1643-1644); como el infortunio que implica una deformidad V. G.: “El bufón Calabacillas” (1636-1638). Fue ese su momento de aceptación, incluso de influencia, pero siempre pagando el precio de incontables humillaciones y a riesgo de caer, en cualquier momento, en desgracia ante los ojos del monarca, lo que podía significarle el suplicio o la muerte.

Siglos más tarde, durante el período de La Ilustración, Voltaire ubicaría el verdadero origen del término bufón en Italia, descartando las etimologías que lo situaban en la antigua Grecia directamente relacionado con los sacrificios en honor a los dioses. Señala Voltaire en su Diccionario filosófico:

Una vez cada año, el sacrificador subalterno, o mejor dicho, el carnicero sagrado, al disponerse a inmolar un buey, huía, siendo presa de cierto terror, sin duda para recordar a los hombres que en los tiempos más sencillos y más dichosos sólo consagraban a los dioses flores y frutos, y que la barbarie de inmolarles animales útiles no se introdujo hasta que hubo allí sacerdotes que engordaban con la sangre que hacían derramar y que vivían a expensas de los pueblos. Esta idea no tiene nada de bufona.

La voz «bufón» se admitió mucho tiempo después en Italia y en España, y significaba mímico, farsante, juglar. Menaje, después de Saumaise, la deriva de Hinflata bocca, y en efecto, los bufones suelen tener la cara redonda y las mejillas abultadas. Los italianos llaman buffone magro (bufón flaco) para clasificar al hombre que (sic) las echa de gracioso y no consigue hacer reír a nadie.

Antes de penetrar en el papel del bufón frente a la modernidad, no podemos dejar de lado un personaje tan controversial para uno de los estamentos más poderosos de la Baja Edad Media española -el religioso- como fue el goliardo, ese clérigo amante de las mujeres y las cantinas que, como el Arcipreste de Hita, llegó a enfrentarse, con su pluma mordaz: afilada en los subterfugios de la doble moral sacerdotal, a ese ente todopoderoso que fue la iglesia católica medieval.

Innumerables casos, diversidad de situaciones que se vienen presentando como propicias para nuestro bufón: dioses que mueren en el cadalso de las nuevas religiones, principios que se sacrifican ante los nuevos valores y una realidad que al decir de Eliot: se torna insoportable… es la modernidad, que ha llegado tanto para teñir de gris asfalto y maquinaria las imágenes bucólicas del poeta romántico como para que encontremos, con gran frecuencia, al payaso trágico como personaje literario. Es, entonces, el Hop Frog, protagonista del cuento de Edgar Allan Poe (publicado en 1849). Donde asistimos a la venganza del bufón contra el rey y sus cortesanos, curiosamente disfrazados de orangutanes y sometidos a la burla antes de ser “purificados” por el fuego. Final totalmente opuesto al de Fancioulle, el payaso trágico de Baudelaire, quien convierte, una vez más, el escenario en altar de sacrificio, donde el protagonista muere en el último de los escarnios.

Baudelaire, en ese París del siglo XIX, se encuentra (como tantos otros, Poe incluido) enfrentado a la modernidad. Prefiere, entonces, deambular entre las más sórdidas miserias de las calles parisinas para extraer de aquellos personajes situados en los bordes de la sociedad, el encanto que subyace bajo las ciénagas, los lodazales o las cañerías. Nace, así, El viejo saltimbanqui:

Al fondo del todo, al final de la hilera de barracas, como si, avergonzado, se hubiese exiliado voluntariamente del esplendor reinante, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, un despojo humano, con la espalda apoyada en uno de los postes de su chamizo; un chamizo más miserable que el del salvaje más incivilizado, en donde dos exhaustos candiles chorreantes y humeantes sabían iluminar, tal vez demasiado, su mezquindad.[5]

Y en su párrafo final:

Acabo de ver la imagen del viejo hombre de letras que ha sobrevivido a la generación a la que tanto deleitó con su arte, del viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por la miseria y la ingratitud pública, y en cuya barraca el mundo olvidadizo no quiere ya entrar.[6]

El artista, que una vez enfrentó el problema de la modernidad, de la “maldita modernidad” que a su vez habría de transformarlo en un maldito, donde el antiguo precepto del “arte por el arte” sucumbió ante los embates del capital y de la burguesía imperante; deberá, entonces, o bien sumarse a las legiones de traficantes de versos o perecer en el más oscuro de los desamparos.

Así pues, a lo largo de la historia, tanto de la literatura como de las artes en general, nos hemos encontrado ante determinados individuos, a los que una cierta característica, un comportamiento, llamémoslo, “heterodoxo” (como se autodefinió Salvador Novo) o, sencillamente un deseo de liberación o de ruptura con la ideología imperante, los han conducido, en algunos casos, al escarnio, la prisión o la muerte: al sacrificio. Mientras que, en otras oportunidades (por demás escasas), la víctima sacrificial se ha erguido orgullosa por encima de las multitudes que, sedientas de sangre, piden su inmolación. En estas ocasiones, el importe a pagar será otro: la subyugación de la gran obra ante los beneficios del capital, simplemente, lo que el mismo Novo llamó la prostitución.

La obra literaria tiende a ser un instrumento óptico que refleja el yo interno del autor. Y, como en un lienzo en blanco, el escritor imprime “pinceladas” de sus más íntimos sentimientos, transformado la creación en un poderoso ariete, capaz de agrietar los muros más sólidos que hubiesen erigido las costumbres, la moral, los prejuicios o, sencillamente, el mercantilismo. Y es ahí donde el payaso trágico escapa del papel y se pasea entre las esferas del poder, riéndose, satirizando, burlándose; algunas veces bajo la figura del eufemismo, pero, otras, en forma de la más descarnada crítica. ¿El precio a pagar? el más alto de todos: El artista al exhibirse, al poner al descubierto todo lo que debe callar en pro de esa suerte de hipocresía que suele disfrazarse con la palabra “convivencia”, se convierte, de inmediato, en la víctima propicia para el sacrificio. Sacrificio este que puede significar su propia muerte.

Corre, ahora, el mes de noviembre del año 1975 y un Alfa Romeo color plateado se desliza por las oscuras calles de Ostia, al volante un joven de 17 años: Giuseppe “Pino” Pelosi, un paupérrimo ragazzo di vita, un Tadzio mediterráneo de los suburbios de la moral; que se había convertido por obra y gracia de aquella situación[7] en el verdugo de uno de los más proteicos artistas italianos: Pier Paolo Pasolini. Bajo las ruedas del automóvil, hurtado a la víctima, había quedado destrozado el corazón del genio.

Innumerables especulaciones sobre su asesinato comienzan a circular entre los intersticios de la versión “oficial”; pero lo cierto es que la sociedad había hallado, nuevamente, su “chivo expiatorio” la víctima certera para la redención de sus culpas.

Más allá de su orientación sexual, Pasolini se había convertido en un elemento “incómodo” para las clases dominantes (y en ellas incluimos tanto al comunismo “ortodoxo” del PCI como a la burguesía cacareadamente heterosexual). Sus críticas a la política burguesa de segregación proletaria; su acercamiento a los menos favorecidos, que constituían un importante sector dentro de las estructuras sociales de la Italia de los años de la posguerra, su concepción de un cristianismo pre-constantínico basado en preceptos de solidaridad por encima de la sed de poder, en fin, esa suerte de marxismo “visceral”, que traspasando las fronteras de la doctrina, se le había incrustado en la piel, en los huesos, en la sangre… Más aún, Pasolini había logrado llevar al celuloide no sólo la tensión entre clases como en Accatone (1961) o en Teorema (1968) sino que, con gran sutileza, había enfrentado a una sociedad entera al demonio, siempre acechante, de la exclusión; aunque desde una perspectiva muy personal: excomulgado de las doctrinas y colocando delante de las escenas más crudas de esa Italia de la posguerra la máscara bufa de la comedia. Tenemos, entonces, películas como La Ricotta, donde esa irreverencia tragicómica satiriza no sólo a la religión católica sino al instinto más básico del ser humano: el hambre Y es ese instinto el que se transforma en el protagonista omnipresente de este filme y de su Accattone. Bajo su dominio, el ser humano se envilece, se denigra, se humilla y muere crucificado entre las risas de los espectadores.

El neo realismo italiano tiene, ahora, otra faz, que si bien lo mantiene alejado del boato hollywoodense, sigue representando la vida en gama de grises; mientras él, Pasolini, en su papel temporal de verdugo social, deja escapar una irónica sonrisa por una sociedad más digna de burla que de conmiseración. Memorable nos resulta, entonces, esa satírica convergencia de opuestos que se refleja en la conversación (Pocilga 1969) entre Her Klotz -cuyos rasgos hitlerianos nos trasladan, indefectiblemente, al encuentro del dictador alemán- y un Herdhitze -de facciones y barba definitivamente judíos-. Estos dos empresarios alemanes que disfrutan de los privilegios de un acomodado exilio italiano, deciden (el primero presionado por el segundo) fundir sus empresas tras una serie de intrigas, acusaciones y culpas. El hecho es que, en un momento, deciden hacer un brindis: “por los judíos” exclama Klotz. “Por los cerdos” responde Herdhitze… No olvidemos que, al final, el hijo de Klotz es devorado por una piara.

Si a este Pasolini contestario le sumamos una inquieta pasión por los encuentros furtivos con ese grupo social, tan estigmatizado en todas las sociedades, como son los ragazzi di vita, no es de extrañar, entonces, que los sectores más reaccionarios (tanto del fascismo, como de la democracia cristiana, de la iglesia romana y del mismo comunismo) buscaran la vía más expedita para la eliminación total del reflejo de sus culpas. Nada mejor, entonces, que hurgar en el estigma para sacrificar un nuevo cordero a la soberbia del vice-dios poder. Ya Pasolini lo había ofendido, desacralizado y revolcado en el círculo de sus propios detritos (Saló o los 120 días de Sodoma (1975)). La afrenta a la deidad no quedaría impune pero la estocada póstuma del bufón no se haría esperar mucho tiempo.

Unos años antes, el Pasolini poeta, ese que salpicaba de metáforas su cotidianidad, había preferido convertirse en un renegado de su propio cuerpo, de su propia lengua… ser un poeta de las cosas. La única forma de lograrlo era separarse de Italia; del poeta dialectal que escribió, una vez, en friulano; y, ante todo, de esa oscura sombra que lo perseguiría durante toda su vida; ese fantasma que, de la mano de Karl Marx, persigue, acosa, se ciñe como un cilicio y, también, como una mordaza: el compromiso:

Y hoy os diré que no sólo hay que comprometerse escribiendo,

sino viviendo:

hay que resistir con el escándalo

y con la rabia, más que nunca,

en el matadero,

enajenados como víctimas, precisamente:

hay que clamar más fuerte que nunca el desprecio

contra la burguesía, gritar contra su vulgaridad,

escupir contra la irrealidad que ha elegido como única realidad [8]

Su ruptura lo convirtió, entonces, en un paria de las instituciones de poder: perseguido, acosado e innumerables veces censurado; hasta que, en los suburbios de Ostia, se enfrentaría, por última vez, a sus verdugos…Bastó, entonces, la epifanía del dios poder para que Pasolini resultara elegido como un nuevo “chivo expiatorio” de los pecados de una sociedad.

Así que, finalmente, podemos afirmar que para el nacimiento del artista como bufón convergen factores tanto sociales como psicológicos. Los primeros estarían dados por la decadencia de las diferentes culturas, por la represión o discriminación, por el surgimiento de nuevos cánones, por las sociedades en crisis o, incluso, por la tan manida lucha de clases evocada por Marx. Son estos, momentos propicios para que el genio contestatario decida gritar a la cara de los poderosos, las verdades que defiende, aunque, en ocasiones (como en el caso de Salvador Novo), prefiera esconder su rostro tras la máscara de un cierto conformismo.

Los motivos psicológicos pertenecen ya a la subjetividad de cada bufón, a su entorno, incluso a su freudiana Novela familiar que incluye complejos edípicos, padres autoritarios, madres castradoras, etc.; y que varían con cada sujeto; pero lo que siempre encontramos es la presencia de un estigma, en mayor o menor grado, que va desde lo social hasta el plano netamente sexual.

El hecho es que, segregado por los factores de poder, la diferencia se culpabiliza, la máscara se derrite bajo el sol de la moralidad; y el artista, después de una dolorosa exomológesis, es enfrentado al verdugo, para, en el acto final, justo antes de que caiga el telón, exclamar: ¿Qué quieren de mí? ¿Qué?. Sólo soy un actor.[9]


[1] Capelleti, Ángel.en Aristóteles. 1990 Poética. Catharsis .Monte Ávila Editores Latinoamericana:Caracas. (p.XV)

[2] Starobinsky, Jean. s/f. Retrato del artista como saltimbanqui. Madrid. (p. 70).

[3] Petronio. 1973. El Satiricón. España: Edime. (p.80)

[4] Op. Cit. (p.81)

[5] Baudelaire, Charles. 2001. Poesías Selectas. Spleen de París. RBA: España. (p.206)

[6] Op. cit (p. 207)

[7] Mieli, Mario. 1979. Elementos de crítica homosexual. El asesinato de Pasolini. Barcelona: Anagrama. (p. 218) Cuando Mieli dice aquella situación se refiere a la relación fugaz entre Pasolini y su victimario, relacionada, directamente, con sus inclinaciones sexuales: lo cierto es, sin embargo, que Pasolini muere en aquella situación porque era homosexual, porque sólo los homosexuales pueden encontrarse en situaciones de ese tipo. (N.A)


[8] Pasolini, Pier Paolo. 2002. Who is me? Poeta de las cenizas. Barcelona: DVD ediciones. (p. 47)

[9] Palabras finales de Hendrik Höfgen en el film “Mephisto” de István Szabó. 1981.

1 comentario:

  1. Bueno...me gustó mucho leer la versión final de este trabajo (bueno, digo yo, que final, a mi me gustaría leer más de esta especie de arqueología bufonesca, pero ese es otro tema). A mí me parece que es una excelente "inbtroducción", un jugoso pórtico a este asunto del bufón, para ubicarse, situarse en el tiempo, ver cómo va cambiando de piel en la historia esta imagen; es un hallazgo, al menos para mí, encontrarme con que Voltaire se había metido por ahí, en su Diccionario... también es un paseo, o un recorrido, por los otros bufones que se han estudiado en la Escuela; me parece que eso que Novo llama la "prostitución" es importante: el artista no es puro, se baja de la torre, participa, como en el caso de Mariño y ahora de Pasolini (hasta se podría decir que cada artista nace con su traje de bufón ya puesto: son una sola cosa, en muchos casos)...ello implica la "exposición" ante los otros y así se convierte en carnada, en víctima: es visible; el bufón, sí, como dice Laura en su trabajo, es un "incómodo", porque hace de espejo social, ¿no? Al final, Laura va moviendo el asunto hacia otra "estancia", pues asoma que hay que ver también al bufón desde su novela familiar.
    Alejandro Sebastiani Verlezza

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